sábado, 9 de abril de 2016

Tristeza

Tristeza es cuando una pareja se separa.
Tristeza es cuando alguien sabe que sus días se terminan y no puede hacer nada por evitarlo.

viernes, 18 de marzo de 2016

Mi primera pelea de MMA

Hay un tipo de lucha que se puede ver en algunos canales de cable que (creo) se llama MMA y
consiste en dos tipos matándose a golpes dentro de una jaula.

Una noche, en un restaurante de mala muerte del barrio Sayago, no tuve más remedio que ver una de esas peleas; y lo planteo así porque era lo que exhibían en el televisor del lugar.

Agarré el final del combate protagonizado por el uruguayo “Tonga” Reyno, y de eso me enteré por  los comentarios de un muchacho que lo seguía con mucha atención.

Pero nuestro compatriota no es el protagonista de este relato, aunque, si sirve de algo, perdió por puntos (no muchos, al parecer) con un norteamericano.

La que me llamó la atención fue la pelea siguiente entre un brasilero y otro norteamericano, pésimamente “relatada” por un flaco que estaba sentado en la mesa de atrás junto a su novia (no la veía, pero adivinaba la cara de aburrimiento de esta).

Duró poco. Si bien el salvajismo fue mutuo, la contienda finalizó con un Knock out por parte del estadounidense.

Me llamó mucho la atención ver en la reiteración, en cámara lenta, el momento en que se produjo la desconexión del sistema nervioso del derrotado con la realidad y cómo el vencedor le seguía propinando golpes en la cabeza aún cuando aquel yacía inconsciente en la lona.

Mientras (supongo que un médico, entre otros) atendían al brasilero, tratando de lograr que volviera en sí, el norteamericano corría alrededor de la jaula, trepaba a la reja y emitía unos gritos incomprensibles hacia la multitud que lo vitoreaba.

Fue lo más parecido a la jaula de los mandriles del Parque Lecocq que he visto. Dicen que es un deporte. 

martes, 5 de enero de 2016

1986

Mi padre estacionó el prehistórico  Ford Taunus verde en alguna esquina de la noche montevideana y nos dirigimos, junto con mi madre, hacia las inmediaciones de un edificio viejo y grande que desde entonces conocería como Palacio Legislativo.

Había mucha gente en las afueras del  lugar y, si bien yo era un niño de seis o siete años, me daba cuenta de que el ambiente era muy raro. Algunas personas gritaban cosas, otras discutían (dos tipos se empezaron a pelear, pero rápidamente los separaron algunas personas, entre ellas mi padre); un tipo de barba, lentes y pelo largo pintaba con aerosol una leyenda en una pared del Palacio, de la cual la única palabra que recuerdo es “milicos”.

Lo que más me inquietaba, ahora que menciono la pintada, era el gran número de milicos que custodiaba el lugar. Yo los veía como una caldera a punto de reventar en hervor, me asustaban. Pero mi viejo me dijo algo muy inocente, acorde a mi edad, pero que me tranquilizó: “no te preocupes, somos más que ellos”.

Uno de los recuerdos más presentes que tengo y que me estremece hasta el día de hoy, es el de mi madre gritándole muy enérgicamente  “¡Traidoreeees!”, a dos tipos de traje y corbata, elegantemente peinados (o engominados), que con una sonrisita sobradora miraban a la muchedumbre desde una de las ventanas superiores del Palacio Legislativo.

Esa noche se aprobó en el Parlamento  la Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado. La gente que estaba afuera coreaba algo que también me quedó grabado para siempre: “la impunidad la votan los traidores, ni olvido ni perdón para los torturadores”.