1986
Mi padre estacionó el prehistórico Ford Taunus verde en alguna esquina de la
noche montevideana y nos dirigimos, junto con mi madre, hacia las inmediaciones
de un edificio viejo y grande que desde entonces conocería como Palacio
Legislativo.
Había mucha gente en las afueras del lugar y, si bien yo era un niño de seis o
siete años, me daba cuenta de que el ambiente era muy raro. Algunas personas
gritaban cosas, otras discutían (dos tipos se empezaron a pelear, pero
rápidamente los separaron algunas personas, entre ellas mi padre); un tipo de
barba, lentes y pelo largo pintaba con aerosol una leyenda en una pared del
Palacio, de la cual la única palabra que recuerdo es “milicos”.
Lo que más me inquietaba, ahora que menciono la
pintada, era el gran número de milicos que custodiaba el lugar. Yo los veía
como una caldera a punto de reventar en hervor, me asustaban. Pero mi viejo me dijo
algo muy inocente, acorde a mi edad, pero que me tranquilizó: “no te preocupes,
somos más que ellos”.
Uno de los recuerdos más presentes que tengo y que me
estremece hasta el día de hoy, es el de mi madre gritándole muy
enérgicamente “¡Traidoreeees!”, a dos
tipos de traje y corbata, elegantemente peinados (o engominados), que con una
sonrisita sobradora miraban a la muchedumbre desde una de las ventanas
superiores del Palacio Legislativo.
Esa noche se aprobó en el Parlamento la Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva
del Estado. La gente que estaba afuera coreaba algo que también me quedó
grabado para siempre: “la impunidad la votan los traidores, ni olvido ni perdón
para los torturadores”.
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