martes, 5 de enero de 2016

1986

Mi padre estacionó el prehistórico  Ford Taunus verde en alguna esquina de la noche montevideana y nos dirigimos, junto con mi madre, hacia las inmediaciones de un edificio viejo y grande que desde entonces conocería como Palacio Legislativo.

Había mucha gente en las afueras del  lugar y, si bien yo era un niño de seis o siete años, me daba cuenta de que el ambiente era muy raro. Algunas personas gritaban cosas, otras discutían (dos tipos se empezaron a pelear, pero rápidamente los separaron algunas personas, entre ellas mi padre); un tipo de barba, lentes y pelo largo pintaba con aerosol una leyenda en una pared del Palacio, de la cual la única palabra que recuerdo es “milicos”.

Lo que más me inquietaba, ahora que menciono la pintada, era el gran número de milicos que custodiaba el lugar. Yo los veía como una caldera a punto de reventar en hervor, me asustaban. Pero mi viejo me dijo algo muy inocente, acorde a mi edad, pero que me tranquilizó: “no te preocupes, somos más que ellos”.

Uno de los recuerdos más presentes que tengo y que me estremece hasta el día de hoy, es el de mi madre gritándole muy enérgicamente  “¡Traidoreeees!”, a dos tipos de traje y corbata, elegantemente peinados (o engominados), que con una sonrisita sobradora miraban a la muchedumbre desde una de las ventanas superiores del Palacio Legislativo.

Esa noche se aprobó en el Parlamento  la Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado. La gente que estaba afuera coreaba algo que también me quedó grabado para siempre: “la impunidad la votan los traidores, ni olvido ni perdón para los torturadores”.